Por: Alberto J. Olvera. 30/11/2018
México experimenta una coyuntura fundacional. El gobierno entrante, dotado de una mayoría significativa en las dos cámaras federales y en 19 de los parlamentos estatales, ha iniciado un rápido y desordenado momento constitucional. Al igual que la alianza PRI – PAN – PRD creó el Pacto por México para reformar la constitución en 2013 -concluyendo el ciclo legal neoliberal e instaurando una fallida institucionalidad de control democrático externo al núcleo del Estado (vía órganos autónomos)-, ahora Morena está haciendo lo propio para impulsar su proyecto de recentralización del poder político con redistribución de la renta. Su éxito requiere de un ajuste de cuentas entre los sectores hegemónicos del capital y el Estado, así como un nuevo equilibrio entre poderes y un rediseño del federalismo.
Los cambios legales en marcha pueden ser leídos como un proceso constituyente parcial y de emergencia, orientado a construir las bases de una nueva gobernabilidad. No se trata en este momento de implantar in toto un nuevo proyecto político, sino de crear los instrumentos mínimos necesarios para contrarrestar la dinámica de fragmentación del poder que creó el gobierno priista de Peña Nieto y reconstruir la soberanía del Estado nacional sobre todo el territorio. Para ello, en primer lugar, se mandaron señales al gran capital nacional de que los tiempos en que éste dictaba la política económica y las decisiones de obras públicas han quedado atrás. La cancelación del aeropuerto, la amenaza de regulación de las comisiones bancarias, las propuestas de reformas a la legislación minera y los muy próximos cambios en la legislación laboral secundaria apuntan a crear una nueva relación de poder en la que el Estado federal recupera su soberanía frente al gran capital nacional, aunque no así con el capital internacional, con el que se plantea una convivencia inevitable, pero regulada a través del nuevo Tratado de Libre Comercio. Sin embargo, no se calculó bien ni la secuencia ni las formas de esta separación entre poder político y económico, lo cual está causando un alto costo financiero a la economía nacional y a la del gobierno.
En segundo lugar, se cambian los términos de la relación entre el gobierno federal y los estatales. El federalismo creado en el periodo de transición implicó una desregulación informal del gasto público transferido a los estados y por lo consiguiente la creación de fuertes grupos de poder político regional que impulsaron, en acuerdo con el gobierno federal priísta, un proyecto con pretensiones restauradoras fundado en el control electoral por vía clientelar. El proyecto de AMLO es restaurar el centralismo y someter a los gobernadores y alcaldes vía control del gasto público. La figura de los “superdelegados” es la forma de materialización del nuevo centralismo. La asignación del presupuesto 2019, que afectará la forma en que los estados y municipios solían recibir las transferencias federales, será otro instrumento fundamental. Esta política ha creado ya un conflicto con los gobernadores y los alcaldes.
En tercer lugar, ante la crisis de violencia e inseguridad y la pérdida de control sobre el territorio, el gobierno entrante plantea un ambicioso y altamente riesgoso paquete de reformas constitucionales que otorgan al ejército el comando pleno de la seguridad pública. La militarización de la seguridad pública es un hecho desde 2006. Pero la forma ilegal e informal de la intervención de las fuerzas armadas en la seguridad, su impreparación en esta materia y su débil articulación con las policías estatales y municipales, muchas de ellas cooptadas por la delincuencia, condujo a una baja eficiencia operativa y la comisión de múltiples violaciones a los derechos humanos.
La propuesta de constitucionalización del control militar de la seguridad pública se produce al mismo tiempo que se ha descabezado a los altos mandos militares surgidos en los gobiernos anteriores. Se trata de un nuevo pacto: el gobierno federal empodera a un ejército que a cambio de su legalización como fuerza de seguridad pública, acepta someterse a la justicia civil y convertirse parcial y gradualmente en una policía militar propiamente dicha. Pero al hacerlo, se crea un monstruo difícil de controlar que se convertirá en un poder de facto, que incluso puede someter a las autoridades locales. Peor aun, se deja en el limbo el verdadero problema a resolver: el de la procuración de justicia.
Como se puede observar, las apuestas de López Obrador son atrevidas. La radicalidad de las mismas es entendible en la medida que recibe un Estado colapsado. Pero no hay garantía alguna de éxito y sus riesgos son muy graves: la reconstrucción del presidencialismo casi absoluto y la próxima conversión de Morena en un partido hegemónico sin oposición política y sin interlocución con la sociedad civil crítica. La medicina podría resultar peor que la enfermedad.
Fotografía: imagendelgolfo